viernes, 24 de octubre de 2008

"La espada en la piedra"

Hace muchos años, cuando Inglaterra no era más que un puñado de reinos que batallaban entre sí, vino al mundo Arturo, hijo del rey Uther.
La madre del niño murió al poco de nacer éste, y el padre se lo entregó al mago Merlín con el fin de que lo educara. El mago Merlín decidió llevar al pequeño al castillo de un noble, quien, además, tenía un hijo de corta edad llamado Kay. Para garantizar la seguridad del príncipe Arturo, Merlín no descubrió sus orígenes.
Cada día Merlín explicaba al pequeño Arturo todas las ciencias conocidas y, como era mago, incluso le enseñaba algunas cosas de las ciencias del futuro y ciertas fórmulas mágicas.
Los años fueron pasando y el rey Uther murió sin que nadie le conociera descendencia. Los nobles acudieron a Merlín para encontrar al monarca sucesor. Merlín hizo aparecer sobre una roca una espada firmemente clavada a un yunque de hierro, con una leyenda que decía:
"Esta es la espada Excalibur. Quien consiga sacarla de este yunque, será rey de Inglaterra"
Los nobles probaron fortuna pero, a pesar de todos sus esfuerzos, no consiguieron mover la espada ni un milímetro. Arturo y Kay, que eran ya dos apuestos muchachos, habían ido a la ciudad para asistir a un torneo en el que Kay pensaba participar.
Cuando ya se aproximaba la hora, Arturo se dio cuenta que había olvidado la espada de Kay en la posada. Salió corriendo a toda velocidad, pero cuando llegó allí, la puerta estaba cerrada.
Arturo no sabía qué hacer. Sin espada, Kay no podría participar en el torneo. En su desesperación, miró alrededor y descubrió la espada Excalibur. Acercándose a la roca, tiró del arma. En ese momento un rayo de luz blanca descendió sobre él y Arturo extrajo la espada sin encontrar la menor resistencia. Corrió hasta Kay y se la ofreció. Kay se extrañó al ver que no era su espada.
Arturo le explicó lo ocurrido. Kay vio la inscripción de "Excalibur" en la espada y se lo hizo saber a su padre. Éste ordenó a Arturo que la volviera a colocar en su lugar. Todos los nobles intentaron sacarla de nuevo, pero ninguno lo consiguió. Entonces Arturo tomó la empuñadura entre sus manos. Sobre su cabeza volvió a descender un rayo de luz blanca y Arturo extrajo la espada sin el menor esfuerzo.
Todos admitieron que aquel muchachito sin ningún título conocido debía llevar la corona de Inglaterra, y desfilaron ante su trono, jurándole fidelidad. Merlín, pensando que Arturo ya no le necesitaba, se retiró a su morada.
Pero no había transcurrido mucho tiempo cuando algunos nobles se alzaron en armas contra el rey Arturo. Merlín proclamó que Arturo era hijo del rey Uther, por lo que era rey legítimo. Pero los nobles siguieron en guerra hasta que, al fin, fueron derrotados gracias al valor de Arturo, ayudado por la magia de Merlín.
Para evitar que lo ocurrido volviera a repetirse, Arturo creó la Tabla Redonda, que estaba formada por todos los nobles leales al reino. Luego se casó con la princesa Ginebra, a lo que siguieron años de prosperidad y felicidad tanto para Inglaterra como para Arturo.
"Ya puedes seguir reinando sin necesidad de mis consejos -le dijo Merlín a Arturo-. Continúa siendo un rey justo y el futuro hablará de ti"

domingo, 19 de octubre de 2008

"Las tres hijas de el rey"

Erase un poderoso rey que tenía tres hermosas hijas, de las que estaba orgulloso, pero ninguna podía competir en encanto con la menor, a la que él amaba más que a ninguna. Las tres estaban prometidas con otros tantos príncipes y eran felices.
Un día, sintiendo que las fuerzas le faltaban, el monarca convocó a toda la corte, sus hijas y sus prometidos.
-Os he reunido porque me siento viejo y quisiera abdicar. He pensado dividir mi reino en tres partes, una para cada princesa. Yo viviré una temporada en casa de cada una de mis hijas, conservando a mi lado cien caballeros. Eso sí, no dividiré mi reino en tres partes iguales sino proporcionales al cariño que mis hijas sientan por mí.
Se hizo un gran silencio. El rey preguntó a la mayor:¿Cuánto me quieres, hija mía?
-Más que a mi propia vida, padre. Ven a vivir conmigo y yo te cuidaré.
-Yo te quiero más que a nadie del mundo -dijo la segunda.
La tercera, tímidamente y sin levantar los ojos del suelo, murmuró:
-Te quiero como un hijo debe querer a un padre y te necesito como los alimentos necesitan la sal.
El rey montó en cólera, porque estaba decepcionado.
- Sólo eso? Pues bien, dividiré mi reino entre tus dos hermanas y tú no recibirás nada.
En aquel mismo instante, el prometido de la menor de las princesas salió en silencio del salón para no volver; sin duda pensó que no le convenía novia tan pobre. Las dos princesas mayores afearon a la menor su conducta.
-Yo no sé expresarme bien, pero amo a nuestro padre tanto como vosotras -se defendió la pequeña, con lágrimas en los ojos-. Y bien contentas podéis estar, pues ambicionabais un hermoso reino y vais a poseerlo.
Las mayores se reían de ella y el rey, apesadumbrado, la arrojó de palacio porque su vista le hacía daño.
La princesa, sorbiéndose las lágrimas, se fue sin llevar más que lo que el monarca le había autorizado: un vestido para diario, otro de fiesta y su traje de boda. Y así empezó a caminar por el mundo. Anda que te andarás, llegó a la orilla de un lago junto al que se balanceaban los juncos. El lago le devolvió su imagen, demasiado suntuosa para ser una mendiga. Entonces pensó hacerse un traje de juncos y cubrir con él su vestido palaciego. También se hizo una gorra del mismo material que ocultaba sus radiantes cabellos rubios y la belleza de su rostro.
A partir de entonces, todos cuantos la veían la llamaban "Gorra de Junco".Andando sin parar, acabó en las tierras del príncipe que fue su prometido. Allí supo que el anciano monarca acababa de morir y que su hijo se había convertido en rey. Y supo asimismo que el joven soberano estaba buscando esposa y que daba suntuosas fiestas amenizadas por la música de los mejores trovadores.
La princesa vestida de junco lloró. Pero supo esconder sus lágrimas y su dolor. Como no quería mendigar el sustento, fue a encontrar a la cocinera del rey y le dijo:
-He sabido que tienes mucho trabajo con tanta fiesta y tanto invitado. ¿No podrías tomarme a tu servicio?
La mujer estudió con desagrado a la muchacha vestida de juncos. Parecía un adefesio...
-La verdad es que tengo mucho trabajo. Pero si no vales te despediré, con que procura andar lista.
En lo sucesivo, nunca se quejó, por duro que fuera el trabajo. Además, no percibía jornal alguno y no tenía derecho más que a las sobras de la comida. Pero de vez en cuando podía ver de lejos al rey, su antiguo prometido cuando salía de cacería y sólo con ello se sentía más feliz y cobraba alientos para sopor-tar las humillaciones.
Sucedió que el poderoso rey había dejado de serlo, porque ya había repartido el reino entre sus dos hijas mayores. Con sus cien caballeros, se dirigió a casa de su hija mayor, que le salió al encuentro, diciendo:
-Me alegro de verte, padre. Pero traes demasiada gente y supongo que con cincuenta caballeros tendrías bastante.
-¿Cómo? exclamó él encolerizado-. ¿Te he regalado un reino y te duele albergar a mis caballeros? Me iré a vivir con tu hermana.
La segunda de sus hijas le recibió con cariño y oyó sus quejas. Luego le dijo:
-Vamos, vamos, padre; no debes ponerte así, pues mi hermana tiene razón. ¿Para qué quieres tantos caballeros? Deberías despedirlos a todos. Tú puedes quedarte, pero no estoy por cargar con toda esa tropa.
-Conque esas tenemos? Ahora mismo me vuelvo a casa de tu hermana. Al menos ella, admitía a cincuenta de mis hombres. Eres una desagradecida.
El anciano, despidiendo a la mitad de su guardia, regresó al reino de la mayor con el resto. Pero como viajaba muy des-pacio a causa de sus años, su hija segunda envió un emisario a su hermana, haciéndola saber lo ocurrido. Así que ésta, alertada, ordenó cerrar las puertas de palacio y el guardia de la torre dijo desde lo alto:
-iMarchaos en buena hora! Mi señora no quiere recibiros.
El viejo monarca, con la tristeza en alma, despidió a sus caballeros y como nada tenía, se vio en la precisión de vender su caballo. Después, vagando por el bosque, encontró una choza abandonada y se quedó a vivir en ella.
Un día que Gorro de Junco recorría el bosque en busca de setas para la comida del soberano, divisó a su padre sentado en la puerta de la choza. El corazón le dio un vuelco. ¡Que pena, verle en aquel estado!
El rey no la reconoció, quizá por su vestido y gorra de juncos y porque había perdido mucha vista.
-Buenos días, señor -dijo ella-. ,Es que vivís aquí solo?
-Quién iba a querer cuidar de un pobre viejo? -replicó el rey con amargura.-Mucha gente -dijo la muchacha-.
Y si necesitáis algo decídmelo.
En un momento le limpió la choza, le hizo la cama y aderezó su pobre comida.
-Eres una buena muchacha -le dijo el rey.
La joven iba a ver a su padre todos los domingos y siempre que tenía un rato libre, pero sin darse a conocer. Y también le llevaba cuanta comida podía agenciarse en las cocinas reales. De este modo hizo menos dura la vida del anciano.
En palacio iba a celebrarse un gran baile. La cocinera dijo que el personal tenía autorización para asistir.
-Pero tú, Gorra de Junco, no puedes presentarte con esa facha, así que cuida de la cocina -añadió.
En cuanto se marcharon todos, la joven se apresuró a quitarse el disfraz de juncos y con el vestido que usaba a diario cuando era princesa, que era muy hermoso, y sus lindos cabellos bien peinados, hizo su aparición en el salón. Todos se quedaron mirando a la bellísima criatura. El rey, disculpándose con las princesas que estaban a su lado, fue a su encuentro y le pidió:
-Quieres bailar conmigo, bella desconocida?
Ni siquiera había reconocido a su antigua prometida. Cierto que había pasado algún tiempo y ella se había convertido en una joven espléndida.Bailaron un vals y luego ella, temiendo ser descubierta, escapó en cuanto tuvo ocasión, yendo a esconderse en su habitación. Pero era feliz, pues había estado junto al joven a quien seguía amando.
Al día siguiente del baile en palacio, la cocinera no hacía más que hablar de la hermosa desconocida y de la admiración que le había demostrado al soberano. Este, quizá con la idea de ver a la linda joven, dio un segundo baile y la princesa, con su vestido de fiesta, todavía más deslumbrante que la vez anterior, apareció en el salón y el monarca no bailó más que con ella. Las princesas asistentes, fruncían el ceño.También esta vez la princesita pudo escapar sin ser vista.
A la mañana siguiente, el jefe de cocina amonestó a la cocinera.
-Al rey no le ha gustado el desayuno que has preparado. Si vuelve a suceder, te despediré.
De nuevo el monarca dio otra fiesta. Gorra de Junco, esta vez con su vestido de boda de princesa, acudió a ella. Estaba tan hermosa que todos la miraban.
El rey le dijo:
-Eres la muchacha más bonita que he conocido y también la más dulce. Te suplico que no te escapes y te cases conmigo. La muchacha sonreía, sonreía siempre, pero pudo huir en un descuido del monarca. Este estaba tan desconsolado que en los días siguientes apenas probaba la comida.
Una mañana en que ninguno se atrevía a preparar el desayuno real, pues nadie complacía al soberano, la cocinera ordenó a Gorra de Junco que lo preparase ella, para librarse así de regañinas. La muchacha puso sobre la mermelada su anillo de prometida, el que un día le regalara el joven príncipe.
Al verlo, exclamó:
-¡Que venga la cocinera!
La mujer se presentó muerta de miedo y aseguró que ella no tuvo parte en la confección del desayuno, sino una muchacha llamada Gorra de Junco. El monarca la llamó a su presencia. Bajo el vestido de juncos llevaba su traje de novia.
-De dónde has sacado el anillo que estaba en mi plato?-Me lo regalaron.-Quién eres tú?-Me llaman Gorra de Junco, señor.
El soberano, que la estaba mirando con desconfianza, vio bajo los juncos un brillo similar al de la plata y los diamantes y exigió:
-Déjame ver lo que llevas debajo.Ella se quitó lentamente el vestido de juncos y la gorra y apareció con el mara-villoso vestido de bodas.
-Oh, querida mia! ¿Así que eras tú? No sé si podrás perdonarme.
Pero como la princesa le amaba, le perdonó de todo corazón y se iniciaron los preparativos de las bodas. La princesa hizo llamar a su padre, que no sabía cómo disculparse con ella por lo ocurrido. El banquete fue realmente regio, pero la comida estaba completamente sosa y todo el mundo la dejaba en el plato. El rey, enfadado, hizo que acudiera el jefe de cocina.
-Esto no se puede comer -protestó.
La princesa entonces, mirando a su padre, ordenó que trajeran sal. Y el anciano rompió a llorar, pues en aquel momento comprendió cuánto le amaba su hija menor y lo mal que había sabido comprenderla.
En cuanto a las otras dos ambiciosas princesas, riñeron entre sí y se produjo una guerra en la que murieron ellas y sus maridos. De tan triste circunstancia supo compensar al anciano monarca el cariño de su hija menor.

"El principe y el mendigo"

Erase un principito curioso que quiso un día salir a pasear sin escolta. Caminando por un barrio miserable de su ciudad, descubrió a un muchacho de su estatura que era en todo exacto a él.

-¡Sí que es casualidad! - dijo el príncipe-. Nos parecemos como dos gotas de agua.

-Es cierto - reconoció el mendigo-. Pero yo voy vestido de andrajos y tú te cubres de sedas y terciopelo. Sería feliz si pudiera vestir durante un instante la ropa que llevas tú.

Entonces el príncipe, avergonzado de su riqueza, se despojó de su traje, calzado y el collar de la Orden de la Serpiente, cuajado de piedras preciosas.

-Eres exacto a mi - repitió el príncipe, que se había vestido, en tanto, las ropas del mendigo.

Pero en aquel momento llegó la guardia buscando al personaje y se llevaron al mendigo vestido en aquellos momentos con los ropajes de principe. El príncipe corría detrás queriendo convencerles de su error, pero fue inútil.

Contó en la ciudad quién era y le tomaron por loco. Cansado de proclamar inútilmente su identidad, recorrió la ciudad en busca de trabajo. Realizó las faenas más duras, por un miserable jornal. Era ya mayor, cuando estalló la guerra con el país vecino. El príncipe, llevado del amor a su patria, se alistó en el ejército, mientras el mendigo que ocupaba el trono continuaba entregado a los placeres.

Un día, en lo más arduo de la batalla, el soldadito fue en busca del general. Con increíble audacia le hizo saber que había dispuesto mal sus tropas y que el difunto rey, con su gran estrategia, hubiera planeado de otro modo la batalla.

- ¿Cómo sabes tú que nuestro llorado monarca lo hubiera hecho así?

- Porque se ocupó de enseñarme cuanto sabía. Era mi padre.

Aquella noche moría el anciano rey y el mendigo ocupó el trono. Lleno su corazón de rencor por la miseria en que su vida había transcurrido, empezó a oprimir al pueblo, ansioso de riquezas.

Y mientras tanto, el verdadero príncipe, tras las verjas del palacio, esperaba que le arrojasen un pedazo de pan.

El general, desorientado, siguió no obstante los consejos del soldadito y pudo poner en fuga al enemigo. Luego fue en busca del muchacho, que curaba junto al arroyo una herida que había recibido en el hombro. Junto al cuello se destacaban tres rayitas rojas.

-Es la señal que vi en el príncipe recién nacido! -exclamó el general.

Comprendió entonces que la persona que ocupaba el trono no era el verdadero rey y, con su autoridad, ciñó la corona en las sienes de su autentico dueño.

El príncipe había sufrido demasiado y sabía perdonar. El usurpador no recibió mas castigo que el de trabajar a diario.

Cuando el pueblo alababa el arte de su rey para gobernar y su gran generosidad él respondía: Es gracias a haber vivido y sufrido con el pueblo por lo que hoy puedo ser un buen rey.

"Pulgarcito"

Érase una vez un pobre campesino. Una noche se encontraba sentado, atizando el fuego, mientras que su esposa hilaba sentada junto a él. Ambos se lamentaban de hallarse en un hogar sin niños. -¡Qué triste es no tener hijos! -dijo él-. En esta casa siempre hay silencio, mientras que en los demás hogares hay tanto bullicio y alegría... -¡Es verdad! -contestó la mujer suspirando-. Si por lo menos tuviéramos uno, aunque fuese muy pequeño y no mayor que el pulgar, seríamos felices y lo querríamos de todo corazón. Y entonces sucedió que la mujer se indispuso y, después de siete meses, dio a luz a un niño completamente normal en todo, si exceptuamos que no era más grande que un dedo pulgar. -Es tal como lo habíamos deseado. Va a ser nuestro hijo querido. Y debido a su tamaño lo llamaron Pulgarcito. No le escatimaron la comida, pero el niño no creció y se quedó tal como era en el momento de nacer. Sin embargo, tenía una mirada inteligente y pronto dio muestras de ser un niño listo y hábil, al que le salía bien cualquier cosa que se propusiera. Un día, el campesino se aprestaba a ir al bosque a cortar leña y dijo para sí: -Ojalá tuviera a alguien que me llevase el carro. -¡Oh, padre! -exclamó Pulgarcito- ¡Ya te llevaré yo el carro! ¡Puedes confiar en mí! En el momento oportuno lo tendrás en el bosque. El hombre se echó a reír y dijo: -¿Cómo podría ser eso? Eres demasiado pequeño para llevar de las bridas al caballo. -¡Eso no importa, padre! Si mamá lo engancha, yo me pondré en la oreja del caballo y le iré diciendo al oido por dónde ha de ir. -¡Está bien! -contestó el padre-, probaremos una vez. Cuando llegó la hora, la madre enganchó el carro y colocó a Pulgarcito en la oreja del caballo, donde el pequeño se puso a gritarle por dónde tenía que ir, tan pronto con un "¡Heiii!", como con un "¡Arre!". Todo fue tan bien como si un conductor de experiencia condujese el carro, encaminándose derecho hacia el bosque. Sucedió que, justo al doblar un recodo del camino, cuando el pequeño iba gritando "¡Arre! ¡Arre!" , acertaron a pasar por allí dos forasteros. -¡Cómo es eso! -dijo uno- ¿Qué es lo que pasa? Ahí va un carro, y alguien va arreando al caballo; sin embargo no se ve a nadie conduciéndolo. -Todo es muy extraño -dijo el otro-. Vamos a seguir al carro para ver dónde se para. Pero el carro se internó en pleno bosque y llegó justo al sitio donde estaba la leña cortada. Cuando Pulgarcito vio a su padre, le gritó: -¿Ves, padre? Ya he llegado con el carro. Bájame ahora del caballo. El padre tomó las riendas con la mano izquierda y con la derecha sacó a su hijo de la oreja del caballo. Pulgarcito se sentó feliz sobre una brizna de hierba. Cuando los dos forasteros lo vieron se quedaron tan sorprendidos que no supieron qué decir. Ambos se escondieron, diciéndose el uno al otro: -Oye, ese pequeñín bien podría hacer nuestra fortuna si lo exhibimos en la ciudad y cobramos por enseñarlo. Vamos a comprarlo. Se acercaron al campesino y le dijeron: -Véndenos al pequeño; estará muy bien con nosotros. -No -respondió el padre- es mi hijo querido y no lo vendería ni por todo el oro del mundo. Pero al oír esta propuesta, Pulgarcito trepó por los pliegues de la ropa de su padre, se colocó sobre su hombro y le susurró al oído: -Padre, véndeme, que ya sabré yo cómo regresar a casa. Entonces, el padre lo entregó a los dos hombres a cambio de una buena cantidad de dinero. -¿Dónde quieres sentarte? -le preguntaron. -¡Da igual ! Colocadme sobre el ala de un sombrero; ahí podré pasearme de un lado para otro, disfrutando del paisaje, y no me caeré. Cumplieron su deseo y, cuando Pulgarcito se hubo despedido de su padre, se pusieron todos en camino. Viajaron hasta que anocheció y Pulgarcito dijo entonces: -Bajadme un momento; tengo que hacer una necesidad. -No, quédate ahí arriba -le contestó el que lo llevaba en su cabeza-. No me importa. Las aves también me dejan caer a menudo algo encima. -No -respondió Pulgarcito-, yo también sé lo que son las buenas maneras. Bajadme inmediatamente. El hombre se quitó el sombrero y puso a Pulgarcito en un sembrado al borde del camino. Por un momento dio saltitos entre los terrones de tierra y, de repente, se metió en una madriguera que había localizado desde arriba. -¡Buenas noches, señores, sigan sin mí! -les gritó con un tono de burla. Los hombres se acercaron corriendo y rebuscaron con sus bastones en la madriguera del ratón, pero su esfuerzo fue inútil. Pulgarcito se arrastró cada vez más abajo y, como la oscuridad no tardó en hacerse total, se vieron obligados a regresar, burlados y con las manos vacías. Cuando Pulgarcito advirtió que se habían marchado, salió de la madriguera. -Es peligroso atravesar estos campos de noche -pensó-; sería muy fácil caerse y romperse un hueso. Por fortuna tropezó con una concha vacía de caracol. -¡Gracias a Dios! -exclamó- Ahí podré pasar la noche con tranquilidad. Y se metió dentro del caparazón. Un momento después, cuando estaba a punto de dormirse, oyó pasar a dos hombres; uno de ellos decía: -¿Cómo haremos para robarle al cura rico todo su oro y su plata? -¡Yo podría decírtelo! -se puso a gritar Pulgarcito. -¿Qué fue eso? -dijo uno de los espantados ladrones-; he oído hablar a alguien. Se quedaron quietos escuchando, y Pulgarcito insistió: -Llévadme con vosotros y os ayudaré. -¿Dónde estás? -Buscad por la tierra y fijaos de dónde viene la voz -contestó. Por fin los ladrones lo encontraron y lo alzaron hasta ellos. -A ver, pequeñajo, ¿cómo vas a ayudarnos? -¡Escuchad! Yo me deslizaré por las cañerías hasta la habitación del cura y os iré pasando todo cuanto queráis. -¡Está bien! Veremos qué sabes hacer. Cuando llegaron a la casa del cura, Pulgarcito se introdujo en la habitación y se puso a gritar con todas sus fuerzas. -¿Quereis todo lo que hay aquí? Los ladrones se estremecieron y le dijeron: -Baja la voz para que nadie se despierte. Pero Pulgarcito hizo como si no entendiera y continuó gritando: -¿Qué queréis? ¿Queréis todo lo que hay aquí? La cocinera, que dormía en la habitación de al lado, oyó estos gritos, se incorporó en su cama y se puso a escuchar, pero los ladrones asustados se habían alejado un poco. Por fin recobraron el valor diciéndose: -Ese pequeñajo quiere burlarse de nosotros. Regresaron y le susurraron: -Vamos, nada de bromas y pásanos alguna cosa. Entonces, Pulgarcito se puso a gritar de nuevo con todas sus fuerzas: -Sí, quiero daros todo; sólo tenéis que meter las manos. La cocinera, que ahora oyó todo claramente, saltó de su cama y se acercó corriendo a la puerta. Los ladrones, atemorizados, huyeron como si los persiguiese el diablo, y la criada, que no veía nada, fue a encender una vela. Cuando regresó, Pulgarcito, sin ser descubierto, se había escondido en el pajar. La sirvienta, después de haber registrado todos los rincones y no encontrar nada, acabó por volver a su cama y supuso que había soñado despierta. Pulgarcito había trepado por la paja y en ella encontró un buen lugar para dormir. Quería descansar allí hasta que se hiciese de día para volver luego con sus padres, pero aún habrían de ocurrirle otras muchas cosas antes de poder regresar a su casa. Como de costumbre, la criada se levantó antes de que despuntase el día para dar de comer a los animales. Fue primero al pajar, y de allí tomó una brazada de heno, precisamente del lugar en donde dormía Pulgarcito. Estaba tan profundamente dormido que no se dio cuenta de nada, y no despertó hasta que estuvo en la boca de la vaca que se había tragado el heno. -¡Oh, Dios mío! -exclamó-. ¿Cómo he podido caer en este molino? Pero pronto se dio cuenta de dónde se encontraba. No pudo hacer otra cosa sino evitar ser triturado por los dientes de la vaca; mas no pudo evitar resbalar hasta el estómago. -En esta habitación tan pequeña se han olvidado de hacer una ventana -se dijo-, y no entra el sol y tampoco veo ninguna luz. Este lugar no le gustaba nada, y lo peor era que continuamente entraba más paja por la puerta, por lo que el espacio iba reduciéndose cada vez más. Entonces, presa del pánico, gritó con todas sus fuerzas: -¡No me traigan más forraje! ¡No me traigan más forraje! La moza estaba ordeñando a la vaca cuando oyó hablar sin ver a nadie, y reconoció que era la misma voz que había escuchado por la noche. Se asustó tanto que cayó del taburete y derramó toda la leche. Corrió entonces a toda velocidad hasta donde se encontraba su amo y le dijo: -¡Ay, señor cura, la vaca ha hablado! -¡Estás loca! -repuso el cura. Y se dirigió al establo a ver lo que ocurría; pero, apenas cruzó el umbral, cuando Pulgarcito se puso a gritar de nuevo: -¡No me traigan más forraje! ¡No me traigan más forraje! Ante esto, el mismo cura también se asustó, suponiendo que era obra del diablo, y ordenó que se matara a la vaca. Entonces la vaca fue descuartizada y el estómago, donde estaba encerrado Pulgarcito, fue arrojado al estiércol. Nuestro amigo hizo ímprobos esfuerzos por salir de allí y, cuando ya por fin empezaba a sacar la cabeza, le aconteció una nueva desgracia. Un lobo hambriento, que acertó a pasar por el lugar, se tragó el estómago de un solo bocado. Pulgarcito no perdió los ánimos. «Quizá -pensó- este lobo sea comprensivo». Y, desde el fondo de su panza, se puso a gritarle: -¡Querido lobo, sé donde hallar un buena comida para ti! -¿Adónde he de ir? -preguntó el lobo. -En tal y tal casa. No tienes más que entrar por la trampilla de la cocina y encontrarás tortas, tocino y longanizas, tanto como desees comer. Y Pulgarcito le describió minuciosamente la casa de sus padres. El lobo no necesitó que se lo dijeran dos veces. Por la noche entró por la trampilla de la cocina y, en la despensa, comió de todo con inmenso placer. Cuando estuvo harto, quiso salir, pero había engordado tanto que ya no cabía por el mismo sitio. Pulgarcito, que lo tenía todo previsto, comenzó a patalear y a gritar dentro de la barriga del lobo. -¿Te quieres estar quieto? -le dijo el lobo-. Vas a despertar a todo el mundo. -¡Ni hablar! -contestó el pequeño-. ¿No has disfrutado bastante ya? Ahora yo también quiero divertirme. Y se puso de nuevo a gritar con todas sus fuerzas. Los chillidos despertaron finalmente a sus padres, quienes corrieron hacia la despensa y miraron por una rendija. Cuando vieron al lobo, el hombre corrió a buscar el hacha y la mujer la hoz. -Quédate detrás de mí -dijo el hombre al entrar en la despensa-. Primero le daré un golpe con el hacha y, si no ha muerto aún, le atizarás con la hoz y le abrirás las tripas. Cuando Pulgarcito oyó la voz de su padre, gritó: -¡Querido padre, estoy aquí; aquí, en la barriga del lobo! -¡Gracias a Dios! -dijo el padre-. ¡Ya ha aparecido nuestro querido hijo! Y le indicó a su mujer que no usara la hoz, para no herir a Pulgarcito. Luego, blandiendo el hacha, asestó al lobo tal golpe en la cabeza que éste cayó muerto. Entonces fueron a buscar un cuchillo y unas tijeras, le abrieron la barriga al lobo y sacaron al pequeño. -¡Qué bien! -dijo el padre-. ¡No sabes lo preocupados que estábamos por ti! -¡Sí, padre, he vivido mil aventuras. ¡Gracias a Dios que puedo respirar de nuevo aire freco! -Pero, ¿dónde has estado? -¡Ay, padre!, he estado en la madriguera de un ratón, en el estómago de una vaca y en la barriga de un lobo. Ahora estoy por fin con vosotros. -Y no te volveremos a vender ni por todo el oro del mundo. Y abrazaron y besaron con mucho cariño a su querido Pulgarcito; le dieron de comer y de beber, lo bañaron y le pusieron ropas nuevas, pues las que llevaba se habían estropeado en su accidentado viaje.

"El patito feo"

Tierra adentro, en la parte baja de la pradera, escondido entre los altos juncos que crecían en el borde de la laguna, había un nido lleno de huevos. Mamá Pata estaba suavemente sentada sobre ellos, para darles calor. Esperaba con paciencia el nacimiento de sus patitos.

Crac! Crac! Uno tras otro comenzaron a abrirse los huevos, y los patitos asomaban por ellos sus cabecitas. Pero... que será esa horrible ave gris que aparecía? Mamá Pata no salía de su asombro. "Ninguno de los otros patitos es como este!", exclamó.

Algunos días después, Mamá Pata fue caminando hasta la laguna seguida de sus patitos. Plafff! Se lanzó al agua... y uno tras otro saltaron los patitos. Flotaban espléndidamente. Y hasta el patito feo nadó junto a ellos.

Pero después fueron al corral de los patos. Los otros patos. Los otros patos los miraron con impertinencia y dijeron: "Miren, aquí viene otra cría, como si ya no fuéramos bastantes! Y qué feo es ese patito! Sáquenlo de este corral! No lo queremos!".

Uno por uno, los patos se lanzaron sobre el patito feo y lo picotearon en el cuello, y lo empujaron de un lado a otro. Vinieron después algunos pollitos y ellos también picotearon al pobrecito.

Mamá Pata trató de proteger al patito feo. "Déjenlo tranquilo", pidió a las malignas aves, "él no hace daño a nadie". Pero de nada sirvió. Y hasta sus propios hermanitos empezaron a tratarlo mal.

Todos los días era lo mismo. El patito feo no podía escapar al maltrato. "Creo que será mejor que me vaya lejos, muy lejos", se dijo por fin. Así es que, saltando el cerco, salió a viajar tan rápido como pudo.

Llegó el otoño. Las hojas se pusieron amarillentas y rojizas en el bosque. Una tarde, a la puesta del sol, aparecieron unos cisnes por entre los arbustos. "Ah! Qué lindo ser tan hermoso como ellos!", suspiró el patito feo.

Vino después el invierno. Los días eran cada vez más fríos y el pobre patito feo tuvo que nadar en el agua helada que empezaba a congelarse a su alrededor. Nadie le traía alimentos y apenas tenía qué comer. Todo era muy triste!.

En la primavera, cuando el sol volvió a calentar la tierra y las plantas a florecer, el patito feo notó que sus alas se habían agrandado y eran muy fuertes. Las batió contra su cuerpo, una y dos veces, hasta que por fin se elevó en el aire.

No pasó mucho tiempo antes de que se encontrara en un gran jardín. Tres hermosos cisnes nadaban en un estanque. "Me gustaría ir con ellos", se dijo el patito. Quizá ni siquiera me hagan caso, por ser tan feo. Pero, sin embargo, no importa, lo intentaré".

Voló hasta el agua y nadó rápidamente hacia ellos. Pero cuando miró hacia abajo y vio su propio reflejo en el agua clara, que sorpresa! Ya no era un ave oscura y fea, como le había parecido siempre. Él también era ahora un hermoso cisne blanco.

Unos niños entraron al jardín, gritando: Un cisne nuevo! Mírenlo, aquí!" Y después añadieron: "Es el más lindo de todos los cisnes!".

El cisne nuevo volvió tímidamente la cabeza. Pero se sentía feliz. Aleteó, curvó el grácil cuello y dijo: "Jamás soñé con tanta dicha cuando era el patito feo".

"Los tres cerditos"

En el corazón del bosque vivían tres cerditos que eran hermanos. El lobo siempre andaba persiguiéndoles para comérselos. Para escapar del lobo, los cerditos decidieron hacerse una casa. El pequeño la hizo de paja, para acabar antes y poder irse a jugar. El mediano construyó una casita de madera. Al ver que su hermano pequeño había terminado ya, se dio prisa para irse a jugar con él. El mayor trabajaba en su casa de ladrillo. - Ya veréis lo que hace el lobo con vuestras casas- riñó a sus hermanos mientras éstos se lo pasaban en grande.

El lobo salió detrás del cerdito pequeño y él corrió hasta su casita de paja, pero el lobo sopló y sopló y la casita de paja derrumbó. El lobo persiguió también al cerdito por el bosque, que corrió a refugiarse en casa de su hermano mediano. Pero el lobo sopló y sopló y la casita de madera derribó.

Los dos cerditos salieron pitando de allí. Casi sin aliento, con el lobo pegado a sus talones, llegaron a la casa del hermano mayor. Los tres se metieron dentro y cerraron bien todas las puertas y ventanas. El lobo se puso a dar vueltas a la casa, buscando algún sitio por el que entrar. Con una escalera larguísima trepó hasta el tejado, para colarse por la chimenea. Pero el cerdito mayor puso al fuego una olla con agua. El lobo comilón descendió por el interior de la chimenea, pero cayó sobre el agua hirviendo y se escaldó. Escapó de allí dando unos terribles aullidos que se oyeron en todo el bosque. Se cuenta que nunca jamás quiso comer cerdito.

"El soldadito de plomo"

Érase una vez... un niño que tenía muchísimos juguetes. Los guardaba todos en su habitación y, durante el día, pasaba horas y horas felices jugando con ellos. Uno de sus juegos preferidos era el de hacer la guerra con sus soldaditos de plomo. Los ponía enfrente unos de otros, y daba comienzo a la batalla. Cuando se los regalaron, se dio cuenta de que a uno de ellos le faltaba una pierna a causa de un defecto de fundición. No obstante, mientras jugaba, colocaba siempre al soldado mutilado en primera línea, delante de todos, incitándole a ser el más aguerrido. Pero el niño no sabía que sus juguetes durante la noche cobraban vida y hablaban entre ellos, y a veces, al colocar ordenadamente a los soldados, metía por descuido el soldadito mutilado entre los otros juguetes.

Y así fue como un día el soldadito pudo conocer a una gentil bailarina, también de plomo. Entre los dos se estableció una corriente de simpatía y, poco a poco, casi sin darse cuenta, el soldadito se enamoró de ella. Las noches se sucedían deprisa, una tras otra, y el soldadito enamorado no encontraba nunca el momento oportuno para declararle su amor. Cuando el niño lo dejaba en medio de los otros soldados durante una batalla, anhelaba que la bailarina se diera cuenta de su valor y por la noche , cuando ella le decía si había pasado miedo, él le respondía con vehemencia que no. Pero las miradas insistentes y los suspiros del soldadito no pasaron inadvertidos por el diablejo que estaba encerrado en una caja de sorpresas.

Cada vez que, por arte de magia, la caja se abría a medianoche, un dedo admonitorio señalaba al pobre soldadito. Finalmente, una noche, el diablo estalló. "¡Eh, tú!, ¡Deja de mirar a la bailarina!" El pobre soldadito se ruborizó, pero la bailarina, muy gentil, lo consoló: " No le hagas caso, es un envidioso. Yo estoy muy contenta de hablar contigo." Y lo dijo ruborizándose. ¡Pobres estatuillas de plomo, tan tímidas, que no se atrevían a confesarse su mutuo amor! Pero un día fueron separados, cuando el niño colocó al soldadito en el alféizar de una ventana. "¡Quedate aquí y vigila que no entre ningún enemigo, porque aunque seas cojo bien puedes hacer de centinela!" El niño colocó luego a los demás soldaditos encima de una mesa para jugar. Pasaban los días y el soldadito de plomo no era relevado de su puesto de guardia. Una tarde estalló de improviso una tormenta, y un fuerte viento sacudió la ventana, golpeando la figurita de plomo que se precipitó en el vacío. Al caer desde el alféizar con la cabeza hacia abajo, la bayoneta del fusil se clavó en el suelo.

El viento y la lluvia persistían. ¡Una borrasca de verdad! El agua, que caía a cántaros, pronto formó amplios charcos y pequeños riachuelos que se escapaban por las alcantarillas. Una nube de muchachos aguardaba a que la lluvia amainara, cobijados en la puerta de una escuela cercana. Cuando la lluvia cesó, se lanzaron corriendo en dirección a sus casas, evitando meter los pies en los charcos más grandes. Dos muchachos se refugiaron de las últimas gotas que se escurrían de los tejados, caminando muy pegados a las paredes de los edificios. Fue así como vieron al soldadito de plomo clavado en tierra, chorreando agua. "¡Qué lástima que tenga una sola pierna! Si no, me lo hubiera llevado a casa.", dijo uno . "Cojámoslo igualmente, para algo servirá", dijo el otro, y se lo metió en un bolsillo. Al otro lado de la calle descendía un riachuelo, el cual transportaba una barquita de papel que llegó hasta allí no se sabe cómo. "¡Pongámoslo encima y parecerá marinero!" Dijo el pequeño que lo había recogido. Así fue como el soldadito de plomo se convirtió en un navegante. El agua vertiginosa del riachuelo era engullida por la alcantarilla que se tragó también a la barquita.

En el canal subterráneo el nivel de las aguas turbias era alto. Enormes ratas, cuyos dientes rechinaban, vieron como pasaba por delante de ellas el insólito marinero encima de la barquita zozobrante. ¡Pero hacía falta más que unas míseras ratas para asustarlo, a él que había arrastrado tantos y tantos peligros en sus batallas! La alcantarilla desembocaba en el río, y hasta él llegó la barquita que al final zozobró sin remedio empujada por remolinos turbulentos. Después del naufragio, el soldadito de plomo creyó que su fin estaba próximo al hundirse en las profundidades del agua. Miles de pensamientos cruzaron entonces por su mente, pero sobre todo, había uno que le angustiaba más que ningún otro: era el de no volver a ver jamás a su bailarina... De pronto, una boca inmensa se lo tragó para cambiar su destino. El soldadito se encontró en el oscuro estómago de un enorme pez, que se abalanzó vorazmente sobre él atraído por los brillantes colores de su uniforme.


Sin embargo, el pez no tuvo tiempo de indigestarse con tan pesada comida, ya que quedó prendido al poco rato en la red que un pescador había tendido en el rió. Poco después acabó agonizando en una cesta de la compra junto con otros peces tan desafortunados como él. Resulta que la cocinera de la casa en la cual había estado el soldadito, se acercó al mercado para comprar pescado. "Este ejemplar parece apropiado para los invitados de esta noche.", dijo la mujer contemplando el pescado expuesto encima de un mostrador. El pez acabó en la cocina y, cuando la cocinera la abrió para limpiarlo, se encontró sorprendida con el soldadito en sus manos. "¡Pero si es uno de los soldaditos de...!", gritó, y fue en busca del niño para contarle dónde y cómo había encontrado a su soldadito de plomo al que le faltaba una pierna. "¡Sí, es el mío!", exclamó jubiloso el niño al reconocer al soldadito mutilado que había perdido. "¡Quién sabe cómo llegó hasta la barriga de este pez! ¡Pobrecito, cuantas aventuras habrá pasado desde que cayó de la ventana!" Y lo colocó en la repisa de la chimenea donde su hermanita había colocado a la bailarina. Un milagro había reunido de nuevo a los dos enamorados.

Felices de estar otra vez juntos, durante la noche se contaban lo que había sucedido desde su separación. Pero el destino les reservaba otra malévola sorpresa: un vendaval levantó la cortina de la ventana y, golpeando a la bailarina, la hizo caer en el hogar. El soldadito de plomo, asustado, vio como su compañera caía. Sabía que el fuego estaba encendido porque notaba su calor. Desesperado, se sentía impotente para salvarla. ¡Qué gran enemigo es el fuego que puede fundir a unas estatuillas de plomo como nosotros! Balanceándose con su única pierna, trató de mover el pedestal que lo sostenía. Tras ímprobos esfuerzos, por fin también cayó al fuego. Unidos esta vez por la desgracia, volvieron a estar cerca el uno del otro, tan cerca que el plomo de sus pequeñas peanas, lamido por las llamas, empezó a fundirse. El plomo de la peana de uno se mezcló con el del otro, y el metal adquirió sorprendentemente la forma de corazón. A punto estaban sus cuerpecitos de fundirse, cuando acertó a pasar por allí el niño. Al ver a las dos estatuillas entre las llamas, las empujó con el pie lejos del fuego. Desde entonces, el soldadito y la bailarina estuvieron siempre juntos, tal y como el destino los había unido: sobre una sola peana en forma de corazón.

"Caperucita roja"

Había una vez una niña muy bonita. Su madre le había hecho una capa roja y la muchachita la llevaba tan a menudo que todo el mundo la llamaba Caperucita Roja. Un día, su madre le pidió que llevase unos pasteles a su abuela que vivía al otro lado del bosque, recomendándole que no se entretuviese por el camino, pues cruzar el bosque era muy peligroso, ya que siempre andaba acechando por allí el lobo.
Caperucita Roja recogió la cesta con los pasteles y se puso en camino. La niña tenía que atravesar el bosque para llegar a casa de la Abuelita, pero no le daba miedo porque allí siempre se encontraba con muchos amigos: los pájaros, las ardillas... De repente vio al lobo, que era enorme, delante de ella. - ¿A dónde vas, niña?- le preguntó el lobo con su voz ronca. - A casa de mi Abuelita- le dijo Caperucita. - No está lejos- pensó el lobo para sí, dándose media vuelta. Caperucita puso su cesta en la hierba y se entretuvo cogiendo flores: - El lobo se ha ido -pensó-, no tengo nada que temer.

La abuela se pondrá muy contenta cuando le lleve un hermoso ramo de flores además de los pasteles. Mientras tanto, el lobo se fue a casa de la Abuelita, llamó suavemente a la puerta y la anciana le abrió pensando que era Caperucita. Un cazador que pasaba por allí había observado la llegada del lobo. El lobo devoró a la Abuelita y se puso el gorro rosa de la desdichada, se metió en la cama y cerró los ojos. No tuvo que esperar mucho, pues Caperucita Roja llegó enseguida, toda contenta.
La niña se acercó a la cama y vio que su abuela estaba muy cambiada. - Abuelita, abuelita, ¡qué ojos más grandes tienes! - Son para verte mejor- dijo el lobo tratando de imitar la voz de la abuela. - Abuelita, abuelita, ¡qué orejas más grandes tienes! - Son para oírte mejor- siguió diciendo el lobo. - Abuelita, abuelita, ¡qué dientes más grandes tienes! - Son para...¡comerte mejoooor!- y diciendo esto, el lobo malvado se abalanzó sobre la niñita y la devoró, lo mismo que había hecho con la abuelita. Mientras tanto, el cazador se había quedado preocupado y creyendo adivinar las malas intenciones del lobo, decidió echar un vistazo a ver si todo iba bien en la casa de la Abuelita.
Pidió ayuda a un segador y los dos juntos llegaron al lugar. Vieron la puerta de la casa abierta y al lobo tumbado en la cama, dormido de tan harto que estaba. El cazador sacó su cuchillo y rajó el vientre del lobo. La Abuelita y Caperucita estaban allí, ¡vivas!.
Para castigar al lobo malo, el cazador le llenó el vientre de piedras y luego lo volvió a cerrar. Cuando el lobo despertó de su pesado sueño, sintió muchísima sed y se dirigió a un estanque próximo para beber. Como las piedras pesaban mucho, cayó en el estanque de cabeza y se ahogó. En cuanto a Caperucita y su abuela, no sufrieron más que un gran susto, pero Caperucita Roja había aprendido la lección. Prometió a su Abuelita no hablar con ningún desconocido que se encontrara en el camino. De ahora en adelante, seguiría las juiciosas recomendaciones de su Abuelita y de su Mamá.

"Hansel & Gretel"

Allá a lo lejos, en una choza próxima al bosque vivía un leñador con su esposa y sus dos hijos: Hansel y Gretel. El hombre era muy pobre. Tanto, que aún en las épocas en que ganaba más dinero apenas si alcanzaba para comer. Pero un buen día no les quedó ni una moneda para comprar comida ni un poquito de harina para hacer pan. "Nuestros hijos morirán de hambre", se lamentó el pobre esa noche. "Solo hay un remedio -dijo la mamá llorando-. Tenemos que dejarlos en el bosque, cerca del palacio del rey. Alguna persona de la corte los recogerá y cuidará".

Hansel y Gretel, que no se habían podido dormir de hambre, oyeron la conversación. Gretel se echó a llorar, pero Hansel la consoló así: "No temas. Tengo un plan para encontrar el camino de regreso. Prefiero pasar hambre aquí a vivir con lujos entre desconocidos". Al día siguiente la mamá los despertó temprano. "Tenemos que ir al bosque a buscar frutas y huevos -les dijo-; de lo contrario, no tendremos que comer". Hansel, que había encontrado un trozo de pan duro en un rincón, se quedó un poco atrás para ir sembrando trocitos por el camino.

Cuando llegaron a un claro próximo al palacio, la mamá les pidió a los niños que descansaran mientras ella y su esposo buscaban algo para comer. Los muchachitos no tardaron en quedarse dormidos, pues habían madrugado y caminado mucho, y aprovechando eso, sus padres los dejaron. Los pobres niños estaban tan cansados y débiles que durmieron sin parar hasta el día siguiente, mientras los ángeles de la guarda velaban su sueño.

Al despertar, lo primero que hizo Hansel fue buscar los trozos de pan para recorrer el camino de regreso; pero no pudo encontrar ni uno: los pájaros se los habían comido. Tanto buscar y buscar se fueron alejando del claro, y por fin comprendieron que estaban perdidos del todo.

Anduvieron y anduvieron hasta que llegaron a otro claro. ¿A que no sabéis que vieron allí? Pues una casita toda hecha de galletitas y caramelos. Los pobres chicos, que estaban muertos de hambre, corrieron a arrancar trozos de cerca y de persianas, pero en ese momento apareció una anciana. Con una sonrisa muy amable los invitó a pasar y les ofreció una espléndida comida. Hansel y Gretel comieron hasta hartarse.Luego la viejecita les preparó la cama y los arropó cariñosamente.

Pero esa anciana que parecía tan buena era una bruja que quería hacerlos trabajar. Gretel tenía que cocinar y hacer toda la limpieza. Para Hansel la bruja tenía otros planes: ¡quería que tirara de su carro! Pero el niño estaba demasiado flaco y debilucho para semejante tarea, así que decidió encerrarlo en una jaula hasta que engordara. ¡Gretel no podía escapar y dejar a su hermanito encerrado! Entretanto, el niño recibía tanta comida que, aunque había pasado siempre mucha hambre, no podía terminar todo lo que le llevaba.

Como la bruja no veía más allá de su nariz, cuando se acercaba a la jaula de Hansel le pedía que sacara un dedo para saber si estaba engordando. Hansel ya se había dado cuenta de que la mujer estaba casi ciega, así que todos los días le extendía un huesito de pollo. "Todavía estás muy flaco -decía entonces la vieja-. ¡Esperaré unos días más!". Por fin, cansada de aguardar a que Hansel engordara, decidió atarlo al carro de cualquier manera. Los niños comprendieron que había llegado el momento de escapar.

Como era día de amasar pan, la bruja había ordenado a Gretel que calentara bien el horno. Pero la niña había oído en su casa que las brujas se convierten en polvo cuando aspiran humo de tilo, de modo que preparó un gran fuego con esa madera. "Yo nunca he calentado un horno -dijo entonces a la bruja-. ¿Por que no miras el fuego y me dices si está bien?". "¡Sal de ahí, pedazo de tonta! -chilló la mujer-. ¡Yo misma lo vigilaré!". Y abrió la puerta de hierro para mirar. En ese instante salió una bocanada de humo y la bruja se deshizo. Solo quedaron un puñado de polvo y un manojo de llaves. Gretel recogió las llaves y corrió a liberar a su hermanito. Antes de huir de la casa, los dos niños buscaron comida para el viaje. Pero, cual sería su sorpresa cuando encontraron montones de cofres con oro y piedras preciosas! Recogieron todo lo que pudieron y huyeron rápidamente.

Tras mucho andar llegaron a un enorme lago y se sentaron tristes junto al agua, mirando la otra orilla. ¡Estaba tan lejos! “¿Queréis que os cruce?”, preguntó de pronto una voz entre los juncos. Era un enorme cisne blanco, que en un santiamén los dejó en la otra orilla. ¿Y adivinen quien estaba cortando leña justamente en ese lugar? ¡El papá de los chicos! Sí, el papá que lloró de alegría al verlos sanos y salvos. Después de los abrazos y los besos, Hansel y Gretel le mostraron las riquezas que traían, y tras agradecer al cisne su oportuna ayuda, corrieron todos a reunirse con la mamá.

"El gato con botas"

Érase una vez un viejo molinero que tenía tres hijos. Acercándose la hora de su muerte hizo llamar a sus tres hijos. "Mirad, quiero repartiros lo poco que tengo antes de morirme". Al mayor le dejó el molino, al mediano le dejó el burro y al más pequeñito le dejó lo último que le quedaba, el gato. Dicho esto, el padre murió.

Mientras los dos hermanos mayores se dedicaron a explotar su herencia, el más pequeño cogió unas de las botas que tenía su padre, se las puso al gato y ambos se fueron a recorrer el mundo. En el camino se sentaron a descansar bajo la sombra de un árbol. Mientras el amo dormía, el gato le quitó una de las bolsas que tenía el amo, la llenó de hierba y dejó la bolsa abierta. En ese momento se acercó un conejo impresionado por el color verde de esa hierba y se metió dentro de la bolsa. El gato tiró de la cuerda que le rodeaba y el conejo quedó atrapado en la bolsa. Se hecho la bolsa a cuestas y se dirigió hacia palacio para entregársela al rey. Vengo de parte de mi amo, el marqués Carrabás, que le manda este obsequio. El rey muy agradecido aceptó la ofrenda.

Pasaron los días y el gato seguía mandándole regalos al rey de parte de su amo. Un día, el rey decidió hacer una fiesta en palacio y el gato con botas se enteró de ella y pronto se le ocurrió una idea. "¡Amo, Amo! Sé cómo podemos mejorar nuestras vidas. Tú solo sigue mis instrucciones." El amo no entendía muy bien lo que el gato le pedía, pero no tenía nada que perder, así que aceptó. "¡Rápido, Amo! Quítese la ropa y métase en el río." Se acercaban carruajes reales, era el rey y su hija. En el momento que se acercaban el gato chilló: "¡Socorro! ¡Socorro! ¡El marqués Carrabás se ahoga! ¡Ayuda!". El rey atraído por los chillidos del gato se acercó a ver lo que pasaba. La princesa se quedó asombrada de la belleza del marqués. Se vistió el marqués y se subió a la carroza.

El gato con botas, adelantándose siempre a las cosas, corrió a los campos del pueblo y pidió a los del pueblo que dijeran al rey que las campos eran del marqués y así ocurrió. Lo único que le falta a mi amo -dijo el gato- es un castillo, así que se acordó del castillo del ogro y decidió acercarse a hablar con él. "¡Señor Ogro!, me he enterado de los poderes que usted tiene, pero yo no me lo creo así que he venido a ver si es verdad."

El ogro enfurecido de la incredulidad del gato, cogió aire y ¡zás! se convirtió en un feroz león. "Muy bien, -dijo el gato- pero eso era fácil, porque tú eres un ogro, casi tan grande como un león. Pero, ¿a que no puedes convertirte en algo pequeño? En una mosca, no, mejor en un ratón, ¿puedes? El ogro sopló y se convirtió en un pequeño ratón y antes de que se diera cuenta ¡zás! el gato se abalanzó sobre él y se lo comió. En ese instante sintió pasar las carrozas y salió a la puerta chillando: "¡Amo, Amo! Vamos, entrad." El rey quedó maravillado de todas las posesiones del marqués y le propuso que se casara con su hija y compartieran reinos. Él aceptó y desde entonces tanto el gato como el marqués vivieron felices y comieron perdices.

"Juan sin miedo"

Érase una vez un matrimonio de leñadores que tenía dos hijos. Pedro, el mayor, era un chico muy miedoso. Cualquier ruido le sobresaltaba y las noches eran para él terroríficas. Juan, el pequeño, era todo lo contrario. No tenía miedo de nada. Por esa razón, la gente lo llamaba Juan sin miedo. Un día, Juan decidió salir de su casa en busca de aventuras. De nada sirvió que sus padres intentaron convencerlo de que no lo hiciera. El quería conocer el miedo. Saber que se sentía.Estuvo andando sin parar varios días sin que nada especial le sucediese. Llegó un bosque y decidió cruzarlo. Bastante aburrido, se sentó a descansar un rato. De repente, una bruja de terrible aspecto, rodeada de humo maloliente y haciendo grandes aspavientos, apareció junto a él.¿Que ahí abuela? -saludo Juan con toda tranquilidad.¡Desvergonzado! ¡Soy una bruja!Pero Juan nos impresionó. La bruja intentó todo lo que sabía para asustar a aquel muchacho. Nada dio resultado. Así que se dio media vuelta y se fue de allí cabizbaja, pensando que era su primer fracaso como bruja.Tras su descanso, Juan echó a andar de nuevo. En un claro del bosque encontró una casa. Llamo a la puerta y le abrió un espantoso ogro que, al ver al muchacho, comenzó a lanzar unas terribles carcajadas.Juan no soportó que se riera de él. Se quitó el cinturón y empezó a darle unos terribles golpes hasta que el ogro le rogó que parase.El muchacho pasó la noche en la casa del ogro. Por la mañana siguió su camino y llegó a una ciudad. En la plaza un pregonero leía un mensaje del rey.Y a quien se atreva a pasar tres noches seguidas en este castillo, el rey le concederá a la mano de la princesa.Juan sin miedo se dirigió al palacio real, donde fue recibido por el soberano.Majestad, estoy dispuesto a ir a ese castillo dijo el muchacho.Sin duda has de ser muy valiente contestó el monarca. Pero creo que deberías pensar lo mejor.Está decidido respondió Juan con gran seguridad.Juan llegó al castillo. Llevaba años deshabitado. Había polvo y telarañas por todas partes. Como tenía frío, encendió una hoguera. Con el calor se quedó dormido.Al rato, unos ruidos de cadenas lo despertaron. Al abrir los ojos, el muchacho vio ante él un fantasma.Juan, muy enfadado por qué lo hubieran despertado, cogió un palo ardiendo y se lo tiró al fantasma.Este, con su sábana en llamas, huyó de allí y el muchacho siguió durmiendo tan tranquilo.Por la mañana, siguió recorriendo el castillo. Encontró una habitación con una cama y decidió pasar allí su segunda noche. Al poco rato de haberse acostado, o yo lo que parecían maullidos de gatos. Y ante él aparecieron tres grandes tigres que lo miraban con ojos amenazadores.Juan cogió la barra de hierro y empezó a repartir golpes. Con cada golpe, los tigres se iban haciendo más pequeños. Tanto redujeron su tamaño que, al final, quedaron convertidos en unos juguetones que a gatitos a los que Juan estuvo acariciando.Llegó la tercera noche y Juan se echó a dormir. Al cabo de unos minutos escuchó unos impresionantes rugidos. Un enorme león estaba a punto de atacarlo. El muchacho cogió la barra de hierro y empezó a golpear al pobre animal, quien empezó a decir con voz suplicante: ¡Basta! ¡basta! ¡no me es más! ¡eres un bruto! ¿no te das cuenta de que me vas a matar?A la mañana siguiente, Juan sin miedo apareció el palacio real. El rey, que no daba crédito a sus ojos, le concedió la mano de su hija y, a los pocos días se celebraron las bodas.Juan estaba encantado con su esposa y se sentía muy feliz.La princesa también lo estaba. Pero decidió que haría conocer el miedo a su marido.Una noche, mientras Juan dormía, ella cogió una jarra de agua fría y se la derramó encima.El pobre Juan creyó morir del susto. Temblaba de terror. Sus pelos estaban rizados y ¡conoció el miedo, por fin!Juan una vez recuperado, agradeció su esposa haberle hecho sentir miedo, algo que todo el mundo conoce.

"El flautista de Hamelin"

Hace mucho, muchísimo tiempo, en la próspera ciudad de Hamelín, sucedió algo muy extraño: una mañana, cuando sus gordos y satisfechos habitantes salieron de sus casas, encontraron las calles invadidas por miles de ratones que merodeaban por todas partes, devorando, insaciables, el grano de sus repletos graneros y la comida de sus bien provistas despensas. Nadie acertaba a comprender la causa de tal invasión, y lo que era aún peor, nadie sabía qué hacer para acabar con tan inquietante plaga. Por más que pretendían exterminarlos o, al menos, ahuyentarlos, tal parecía que cada vez acudían más y más ratones a la ciudad. Tal era la cantidad de ratones que, día tras día, se enseñoreaba de las calles y de las casas, que hasta los mismos gatos huían asustados.

Ante la gravedad de la situación, los prohombres de la ciudad, que veían peligrar sus riquezas por la voracidad de los ratones, convocaron al Consejo y dijeron: "Daremos cien monedas de oro a quien nos libre de los ratones". Al poco se presentó ante ellos un flautista taciturno, alto y desgarbado, a quien nadie había visto antes, y les dijo: "La recompensa será mía. Esta noche no quedará ni un sólo ratón en Hamelín". Dicho esto, comenzó a pasear por las calles y, mientras paseaba, tocaba con su flauta una maravillosa melodía que encantaba a los ratones, quienes saliendo de sus escondrijos seguían embelesados los pasos del flautista que tocaba incansable su flauta.

Y así, caminando y tocando, los llevó a un lugar muy lejano, tanto que desde allí ni siquiera se veían las murallas de la ciudad. Por aquel lugar pasaba un caudaloso río donde, al intentar cruzarlo para seguir al flautista, todos los ratones perecieron ahogados. Los hamelineses, al verse al fin libres de las voraces tropas de ratones, respiraron aliviados. Ya tranquilos y satisfechos, volvieron a sus prósperos negocios, y tan contentos estaban que organizaron una gran fiesta para celebrar el feliz desenlace, comiendo excelentes viandas y bailando hasta muy entrada la noche.

A la mañana siguiente, el flautista se presentó ante el Consejo y reclamó a los prohombres de la ciudad las cien monedas de oro prometidas como recompensa. Pero éstos, liberados ya de su problema y cegados por su avaricia, le contestaron: "¡Vete de nuestra ciudad!, ¿o acaso crees que te pagaremos tanto oro por tan poca cosa como tocar la flauta?". Y dicho esto, los orondos prohombres del Consejo de Hamelín le volvieron la espalda profiriendo grandes carcajadas.

Furioso por la avaricia y la ingratitud de los hamelineses, el flautista, al igual que hiciera el día anterior, tocó una dulcísima melodía una y otra vez, insistentemente. Pero esta vez no eran los ratones quienes le seguían, sino los niños de la ciudad quienes, arrebatados por aquel sonido maravilloso, iban tras los pasos del extraño músico. Cogidos de la mano y sonrientes, formaban una gran hilera, sorda a los ruegos y gritos de sus padres que en vano, entre sollozos de desesperación, intentaban impedir que siguieran al flautista. Nada lograron y el flautista se los llevó lejos, muy lejos, tan lejos que nadie supo adónde, y los niños, al igual que los ratones, nunca jamás volvieron. En la ciudad sólo quedaron sus opulentos habitantes y sus bien repletos graneros y bien provistas despensas, protegidas por sus sólidas murallas y un inmenso manto de silencio y tristeza.

Y esto fue lo que sucedió hace muchos, muchos años, en esta desierta y vacía ciudad de Hamelín, donde, por más que busquéis, nunca encontraréis ni un ratón ni un niño.

"El mago de Oz"

Dorita era una niña que vivía en una granja de Kansas con sus tíos y su perro Totó. Un día, mientras la niña jugaba con su perro por los alrededores de la casa, nadie se dio cuenta de que se acercaba un tornado. Cuando Dorita lo vio, intentó correr en dirección a la casa, pero su tentativa de huida fue en vano. La niña tropezó, se cayó, y acabó siendo llevaba, junto con su perro, por el tornado. Los tíos vieron desaparecer en cielo a Dorita y a Totó, sin que pudiesen hacer nada para evitarlo. Dorita y su perro viajaron a través del tornado y aterrizaron en un lugar totalmente desconocido para ellos. Allí, encontraron unos extraños personajes y un hada que, respondiendo al deseo de Dorita de encontrar el camino de vuelta a su casa, les aconsejaron a que fueran visitar al mago de Oz. Les indicaron el camino de baldosas amarillas, y Dorita y Totó lo siguieron. En el camino, los dos se cruzaron con un espantapájaros que pedía, incesantemente, un cerebro. Dorita le invitó a que la acompañara para ver lo que el mago de Oz podría hacer por él. Y el espantapájaros aceptó. Más tarde, se encontraron a un hombre de hojalata que, sentado debajo de un árbol, deseaba tener un corazón. Dorita le llamó a que fuera con ellos a consultar al mago de Oz. Y continuaron en el camino. Algún tiempo después, Dorita, el espantapájaros y el hombre de hojalata se encontraron a un león rugiendo débilmente, asustado con los ladridos de Totó. El león lloraba porque quería ser valiente. Así que todos decidieron seguir el camino hacia el mago de Oz, con la esperanza de hacer realidad sus deseos. Cuando llegaron al país de Oz, un guardián les abrió el portón, y finalmente pudieron explicar al mago lo que deseaban. El mago de Oz les puso una condición: primero tendrían que acabar con la bruja más cruel de reino, antes de ver solucionados sus problemas. Ellos los aceptaron. Al salir del castillo de Oz, Dorita y sus amigos pasaron por un campo de amapolas y aquél aroma intenso les hicieron caer en un profundo sueño, siendo capturados por unos monos voladores que venían de parte de la mala bruja. Cuando despertaron y vieron la bruja, lo único que se le ocurrió a Dorita fue arrojar un cubo de agua a la cara de la bruja, sin saber que eso era lo que haría desaparecer a la bruja. El cuerpo de la bruja se convirtió en un charco de agua, en un pis-pas. Rompiendo así el hechizo de la bruja, todos pudieron ver como sus deseos eran convertidos en realidad, excepto Dorita. Totó, como era muy curioso, descubrió que el mago no era sino un anciano que se escondía tras su figura. El hombre llevaba allí muchos años pero ya quería marcharse. Para ello había creado un globo mágico. Dorita decidió irse con él. Durante la peligrosa travesía en globo, su perro se cayó y Dorita saltó tras él para salvarle. En su caída la niña soñó con todos sus amigos, y oyó cómo el hada le decía: - Si quieres volver, piensa: “en ningún sitio se está como en casa”. Y así lo hizo. Cuando despertó, oyó gritar a sus tíos y salió corriendo. ¡Todo había sido un sueño! Un sueño que ella nunca olvidaría... ni tampoco sus amigos

"La zapatilla culpable"

Un apuesto joven llama a la puerta y le pide que se calce la mas hermosa de las zapatillas. En cuanto observa que esta ajusta al pie perfectamente, la toma del brazo al mismo tiempo que dice:
-queda usted arrestada, esta zapatilla fue hallada en la escena de el crimen.
Javier Quiroga

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